Controlar la desertificación
Si se considera la muy pequeña cantidad de embalses nuevos construidos en la pasada década, se puede calibrar el atraso de esta política pública, que este plan busca revertir...
Mientras la ciudadanía destina su atención a las elecciones primarias y a las propuestas de los candidatos que participan en ellas o que esperan la primera vuelta de noviembre, muchos de los cuales plantean cuestionamientos de grueso calibre al modelo que nos ha llevado a la posición de privilegio en la región de que hoy disfrutamos, el país continúa desenvolviéndose en medio de dificultades poco consideradas. Así, una serie de problemas, por ser rutinarios y pertenecientes al impersonal ámbito de los fenómenos naturales, no parece suscitar atención alguna, pues no se traducen fácilmente en culpas atribuibles a alguno de los conglomerados políticos.
Sin embargo, no por ello son menos importantes. En una cruda y oportuna columna en este diario, el Presidente de la República ha llamado la atención sobre los esfuerzos que hoy son necesarios para controlar el avance del desierto, que amenaza continuar disminuyendo las zonas cultivables, castigando con eso a quienes obtienen su sustento de ellas, así como a los consumidores finales, que ven disminuida la oferta y aumentados los precios de los productos que esa tierra puede entregar. Se estima que la velocidad de avance del desierto en dirección al sur -a la Región Metropolitana- es de unos 400 metros por año, y potencialmente unos 48 millones de hectáreas de nuestro territorio -es decir, prácticamente dos tercios de él- pueden caer en diversos grados de desertificación.
Las formas de combatir dicho avance tienen dos direcciones complementarias de trabajo. Por una parte, la plantación de árboles que sirvan de ancla a vida biológica, y que ambos, árboles y la flora que los acompañe, detengan el avance de la arena a resultas del viento. Por otra, la construcción de embalses, para dar mayor factibilidad a la transformación de tierras de secano en agrícolas, constituyéndose así en poderosos muros contenedores del avance del desierto. Se justificaría emular el ejemplo de Natal, en Brasil, donde las dunas que cruzan la ciudad se han transformado en un santuario de la naturaleza, controlado en su tamaño mediante la preservación de la vegetación que lo cubre y mantiene, y protegido de las visitas humanas mediante rejas respetadas por la población, lo que le confiere un aspecto benigno, como un ecosistema típico de la región, pero sin los potenciales peligros que esas dunas podrían conllevar.
El Gobierno ha anunciado un plan de corto plazo -plantar mil hectáreas de algarrobos en las cercanías de la Región Metropolitana-; otro para el mediano plazo -plantar 17 millones de árboles, simbólicamente uno por cada chileno, en todas las zonas amenazadas-, y, en fin, impulsar un plan de construcción de 16 embalses de riego en lo que resta de esta década, para regar las zonas en riesgo y levantar por esa vía muros biológicos controladores del desierto. Si se considera la muy pequeña cantidad de embalses nuevos construidos en la pasada década, se puede calibrar el atraso de esta política pública, que este plan busca revertir.
Esta iniciativa, ajena al foco noticioso, merece atención en momentos en que se debate cómo debe nuestro país utilizar los fondos de los contribuyentes. Es obvio emplearlos para asegurar educación a quienes sí lo necesitan, pero debería pensarse con mucho cuidado si tienen sentido las promesas de entregar fondos públicos para que estudien en la universidad los deciles más ricos de la población. Porque por mucho que dichos fondos provengan de impuestos pagados por ellos mismos, siempre tienen mejores destinos alternativos. Por ejemplo, combatir el avance del desierto, antes de que sea demasiado tarde.
Saludos
Rodrigo González Fernández
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