Pedro Gandolfo
Una de las manipulaciones culturales más fuertes de las últimas décadas es la "ideología del liderazgo".
No me acuerdo bien cómo empezó, pero sostenidamente fuimos invadidos por "gurús", en su mayoría estadounidenses, que venían a predicar en seminarios y congresos acerca de qué es el liderazgo, cómo llegar a ser un líder y las ventajas de serlo.
Eran sujetos para mí desconocidos, pero que se hallaban revestidos de un aura indiscutible de éxito, entre académica y empresarial. Parecían portadores de un "método" que nos garantizaría, como personas, instituciones y país, alcanzar altas metas, salir de nuestra mediocridad, ser los primeros.
Esta ideología y sus ideólogos han tenido éxito. Una buena parte de los chilenos bailamos al son de este conjunto astutamente armado de lugares comunes, puestos al servicio de una razón tecnocrática elemental: se pueden contabilizar cátedras universitarias; estantes colmados en las librerías, en las que cientos de textos abundan y varían en sus recetas; nuevas visitas, congresos y seminarios; elaboración de jerarquías de supuestos líderes en todos los ámbitos sociales (de las cuales muchas personas valiosas quieren formar parte, y se sienten degradadas si no figuran en ellas); programas de entrenamiento (de mucho costo) a que son sometidos ejecutivos y "jefaturas" para perfeccionar o probar su liderazgo; charlas, cursos de capacitación, etcétera.
La "ideología del liderazgo" es, pues, una industria eficiente, aunque no inocua. Como toda ideología, manifiesta un hambre de totalidad: así, desde su inicio limitado (la administración) se ha expandido a todos los sectores, como si la división esencial entre las personas fuese hoy entre líderes y no líderes. Su simplificación enorme de conceptos y categorías produce rechazo, sobre todo porque afecta a aspectos que no son secundarios. Ella propone, en efecto, una cierta "teoría" sobre el poder y la dominación, concepción en buena medida excluyente, que se atribuye la capacidad de detectar, predecir y cultivar a quienes van a ser "los conductores". Esta ideología es difícil de desmentir, porque sus categorías principales no sólo son simples, sino además nebulosas. Se escabullen y siempre se arreglan para acomodarse a las refutaciones.
De paso, en la práctica, prevalece la figura del gestor activo (o "proactivo"), seguro de sí mismo, que matiza poco y duda menos, que avanza con velocidad más que con sutileza, visible y ostentoso en sus realizaciones, con un grueso sentido pragmático y carente de valores y horizonte amplios.
¿Acaso no tendrá esto alguna relación con la mala calidad de nuestros líderes actuales?