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Don Nicomedes era un médico rural acostumbrado a escribir un minucioso dietario personal en el que apuntaba la más mínima de las vicisitudes de su rutinaria existencia. Prendado de la maestra del pueblo decidió darse él mismo una despedida de soltero en toda regla antes de llevar al altar a su enamorada. Y vivió, casi sin proponérselo, una noche de escándalo, cuyos pormenores no tuvo otro remedio que dejar registrados en el diario. Con mimbres argumentales tan sencillos, el dramaturgo Carlos Llopis y el cineasta Luis Lucia construyeron una comedia de enredo que llevaron a la pantalla en 1956 bajo el título de La vida en un bloc. Fernando Rey y José Luis Ozores, junto a otros míticos actores de nuestro séptimo arte, honraban con su presencia la vida de celuloide de Nicomedes, cuyo papel correspondió representar a Alberto Closas. Apenas un adolescente, vi aquella película medio a hurtadillas, pues no era tolerada para menores, y lo que se me quedó de ella fue casi exclusivamente el título, amén de una vaga referencia sobre el guión que acabo de comentar. Un bloc, para las gentes de mi generación, es una resma de papel, engomadas sus hojas por el filo o cosidas en una encuadernación, donde se apuntan notas y recordatorios, aunque las más de las veces sirve para que improvisemos sobre las cuartillas toda clase de dibujos y arabescos mientras soportamos tediosas reuniones. Bloc es palabra de origen inglés, pero las etimologías consideran que entró en España a través de Francia, y deben tener razón, pues entre las muchas acepciones que del vocablo he encontrado en el Webster's ninguna hace referencia a que signifique un cuaderno o conjunto de hojas. De todas formas, bloc, cuyo plural, blocs, denota el esfuerzo intercultural de nuestra lengua para adoptar las ajenas, se encuentra en el diccionario de la RAE desde hace décadas, y hoy es palabra tan española como cualquier otra. Aunque ha de vérselas, y muy en serio, con otro neologismo de reciente importación, blog, en este caso con g, que el uso y los diccionarios han pretendido sin apenas éxito traducir como bitácora, y que denota uno de los fenómenos de la comunicación social más espectaculares de la Historia: la existencia de millones de dietarios personales, echados a navegar por las redes mundiales informáticas, que componen un entramado de relaciones individuales y colectivas apenas imaginable hace diez años. El doctor don Nicomedes, si hubiera vivido en nuestro siglo, probablemente no habría sido un médico rural, pues de esos ya no quedan, pero tampoco habría escrito su vida en un bloc, sino en uno de los millones de blogs que inundan Internet. La extensión del fenómeno es tal que blog, palabra que todavía no reconoce nuestro diccionario aunque habrá de hacerlo en su próxima y casi inminente edición, es uno de los vocablos más buscados en la red, hasta el punto de que mereció los honores de ser nominado como palabra del año en el 2004. Imposible para el bloc analógico, de papel rayado, competir con tanta popularidad.
Pese a su difusión inmensa y a la fuerza de su expresión, blog es un neologismo también para el idioma británico: no cuenta ni diez años de edad y solo en los últimos cinco ha podido entronizarse como una de las palabras más utilizadas del mundo. Tanto que, según las estadísticas más fiables, existen ya más de ochenta millones de blogs y se crean cien mil nuevos cada día, uno cada segundo y medio, para ser exactos. Pese a tamaña difusión, los no usuarios de Internet tienen todavía dificultades para comprender lo que es, y para quienes entre la audiencia se encuentren en esa situación explicaré que un blog, inicialmente, no consiste sino en un diario personal escrito en una página web. Dicho diario puede ser individual o colectivo y gracias a la conectividad del sistema acaba convirtiéndose en un lugar de comunicación, una nueva forma de sociabilidad típica del ciberespacio, un territorio común que desafía, entre otras cosas, la noción clásica de la política como gestión de un espacio público compartido.
Los expertos atribuyen al periodista Justin Hall el honor de ser pionero del invento. Cuando Justin apenas contaba veinte años de edad y era un estudiante universitario comenzó a ejercitarse en el uso diario de la web, escribiendo y navegando en ella, lo que le ayudó a desembarcar en el equipo de la conocida revista Wired, un icono entre las publicaciones dedicadas a Internet. Cualquiera que sienta curiosidad por la biografía, muy poco subyugante, de este joven precursor del uso de las nuevas tecnologías, puede fácilmente consultarla en la red y se enterará así, entre otras cosas, de que el suicidio de su padre alcohólico, cuando Justin contaba siete años, y los problemas y discusiones con el equipo de Wired a cuenta del ego de cada cual, tienen mucho que ver con su comportamiento profesional como escritor y, probablemente, con la configuración que los blogs han adquirido en la última década. En efecto, aunque los hemos definido como diarios personales, lo que se ajusta inicialmente a la realidad, los blogs se diferenciaron de aquellos, también desde el principio, en dos cuestiones cruciales. La primera es que, mientras en un dietario clásico las entradas y anotaciones se producen en orden cronológico, de más antiguas a más recientes, en un blog se invierte dicho orden, de modo que se consulta comenzando por el final, retrocediendo en el tiempo a partir de ahí. La segunda, y mucho más importante, consiste en que por lo común los diarios personales estaban, y están, dedicados a atesorar los secretos de nuestra identidad más profunda. Todavía se venden en las papelerías libritos de hojas en blanco que se cierran como cajas fuertes bajo siete candados a fin de que nadie fisgue lo que allí escriben nuestras y nuestros adolescentes. Por el contrario, los blogs fueron ideados para ser leídos, y aun manipulados, por terceros, están llenos de enlaces a otros blogs que los demás escriben y, cualesquiera que sean los valores que en ellos se defiendan o estén presentes, la intimidad no forma parte de ese elenco. Antes bien, podríamos asumir que hay una cierta pasión por el exhibicionismo, a veces bajo la escusa de la comunicación, en toda la actividad que se desarrolla en la red. Al fin y al cabo, quien se abre una gabardina y enseña los genitales a los viandantes busca también una forma de comunicarse.
Después de Justin Hall vinieron otros. En 1997, cuando el sistema aún no se había desarrollado, John Barger llamó a su sitio weblog y dos años más tarde Peter Merholz, que abrió una página bajo el pretencioso encabezamiento de Peterme, jugó con la palabra rompiéndola en dos: we blog, nosotros blogueamos, dando a luz, a la vez, un verbo y un sustantivo. Quienes quisieron traducirlos al español se encontraron con que log (log y no blog) significaba en inglés, entre otras muchas cosas, cualquier método que sirviera para anotar las incidencias de un viaje náutico o aéreo, de donde logbook es el equivalente a cuaderno de bitácora, término adoptado inicialmente entre los hispanohablantes para designar en nuestro idioma al blog. Como resultaba tediosamente largo, alguien, enseguida, lo redujo a bitácora a secas y todavía se puede leer por ahí que en el mundo existen equis millones de bitácoras o que en la bitácora de fulanito se ha dicho tal o cual cosa. Sin embargo bitácora no es sino una especie de armario, fijado a la cubierta de un barco junto al timón, que alberga la aguja de marear. O sea que no puede resultar menos apropiado el llamar así a un espacio abierto y comunicativo como los blog, donde por cierto la aguja de marear padece una tendencia irreversible a volverse loca.
No quiero convertir esta brillante sesión académica en un pleno ordinario depositando una papeleta sobre la mesa del señor director, para que en adelante desaparezca del diccionario la cursiva en la grafía española de este vocablo (lo que indica su condición de inmigrante) y dé paso a la letra redonda, adoptándolo así como natural y propio de nuestra lengua. Pero es desde luego lo que hay que hacer, lo mismo que con cuantos términos se deriven de él, como bloguero, bloguear, o blogosfera. Creo, por lo demás, haber argumentado suficientemente la necesidad de este cambio, que no responde a un capricho, moda o truco publicitario, sino a la necesidad de llamar a las cosas por su nombre. La Academia ha sido siempre muy respetuosa con esta norma, que solo pretende contribuir a la construcción del idioma, frente al empeño que otros muestran en destruirlo. A este respecto, señor presidente del gobierno, dicho sea con todo el respeto y desde la leal amistad que le profeso, ruego explique a sus asesores que no hace falta asesinar la ortografía para ganar unas elecciones. Dejen pues de amedrentarnos con las zetas, y no confundan lexicográficamente al personal, ya bastante absorto ante el aluvión de nuevas palabras de bárbaro origen que inundan los medios de comunicación.
Pero el menor de los problemas que nos plantea la existencia de los blog es su definición y encuadramiento en los diccionarios. En un día como hoy, en el que celebramos el reconocimiento del dominio punto es como un triunfo de la comunidad cultural hispánica, es justo preguntarse por las influencias idiomáticas que las nuevas tecnologías imponen y, mucho más necesario aún, reflexionar sobre el impacto social del uso de dichas tecnologías y las consecuencias visibles para el progreso de la Humanidad.
La creación de palabras en la red es incesante. Casi todos los neologismos son fruto de abreviaturas o formaciones del inglés, aunque el reinado de dicho idioma en el ciberespacio se ve amenazado por el chino. En la blogosfera ya ha sido batido por el japonés, pues más de un cuarenta por ciento de los blogueros que en el mundo existen utilizan dicha lengua, frente a un 37 por ciento de angloparlantes y apenas un tres por ciento de hablantes del español. Las dificultades de nuestra lengua para hacerse presente en el vocabulario científico y técnico, lejos de haberse minorado con el tiempo, se han visto incrementadas. Es lógico si se tiene en cuenta que el inglés se convirtió en el pasado siglo en lingua franca de la investigación científica. Cualquiera que no publique en ese idioma se encuentra destinado al fracaso. Entre otros motivos, porque una de las características de la nueva cultura de la red es que el conocimiento se desarrolla y enriquece de forma cooperativa y global, no en la soledad del sabio en su laboratorio, y ni siquiera en el pequeño entorno del departamento de una prestigiosa Universidad. La paradoja consiguiente a la que nos tiene ya acostumbrados dicha nueva cultura es la frecuencia con la que gentes muy jóvenes, casi adolescentes, descubren algo revolucionario en el garaje de su casa o en el dormitorio de su colegio universitario. La personal aventura de Bill Gates es el ejemplo más conocido, pero no el único y ni siquiera quizás el más relevante. Los espacios comunitarios en la red, que constituyen nuevas formas de socialización de los jóvenes, están siendo creados por otros jóvenes sin apenas medios ni excesivos conocimientos teóricos, pero sabedores de los hábitos y el comportamiento de sus compañeros, y quizá también del deseo irrefrenable de tantas personas maduras por no terminar nunca de crecer.
Entre los fenómenos más acusados de la vulneración del idioma por culpa de los cacharros tecnológicos de uso común, se encuentra el pateo de la ortografía que los usuarios llevan a cabo en los mensajes de los teléfonos celulares. Por economía de tiempo, y a veces por economía a secas, la multitud innovadora de siglas y símbolos, la ausencia de cualquier respeto por la norma ortográfica, y el destrozo generalizado de la sintaxis, amenazan con definir una generación iletrada y confusa, apegada a los mensajes al segundo y poco proclive a la lectura y a la reflexión. Demasiadas veces se olvida que se habla como se piensa porque se piensa como se habla. La articulación del lenguaje, que ya Aristóteles explicitó como singularidad del género humano, se corresponde con la de la mente. El mundo académico debería, por lo mismo, prestar una atención más puntillosa a esta erosión idiomática producida por algunas aplicaciones de los teléfonos portátiles, no resignándose a que sean solo los propios usuarios los encargados de establecer la norma y equivalencia lingüísticas en la piedra roseta de nuestra civilización. Es preciso colaborar con ellos en la elaboración y fijación de un lenguaje adaptado a sus chats y ese-eme-eses. Un diccionario y una ortografía, quién sabe si hasta una gramática, aplicadas a dicho fenómeno nos ayudarían a reconocer la interactividad entre los lenguajes digital y analógico, a fin de que este no acabe siendo destruido y malformado de continuo por el nervio impaciente de los moblogueros (explicaré, por cierto, que los moblogs son blogs que se alimentan de fotografías y aun de videos enviados desde los teléfonos celulares. Como su actividad es todavía incipiente nos podemos ahorrar, de momento, proponer incluir este palabro en el diccionario).
Pese a estas advertencias sobre el probable destrozo del idioma que las redes digitales pueden propiciar, para nada pienso que la frivolidad de muchos intercambios que en ella se producen deba ser motivo de preocupación. En la vida ordinaria, la superficialidad de las conversaciones es también uno de los atractivos que encierran, se produzcan en la barra de un bar, en una discusión doméstica o incluso en las tertulias radiofónicas. Pedir a los adolescentes más profundidad en sus diálogos en Internet que en sus charlas durante el recreo constituye un exceso. Resulta más preocupante, en cambio, la frivolidad disfrazada de ropajes respetables, la vacuidad sonora de los demagogos o la credulidad prestada a mentirosos y falsarios. Problemas todos ellos muy visibles en el actual universo de la red.
El éxito fulgurante de los blogs es fácil de comprender. Internet es una inmensa construcción de palabras, una conversación global que fluye simultáneamente en todas direcciones, y en la que el hecho de hablar, de comunicarse, es con frecuencia más significativo e importante que el contenido del propio diálogo. Inventados por periodistas, (practicantes por lo mismo del lenguaje, el estilo y las manías del periodismo), muchos blogs se han convertido en una manera peculiar de dirigirse a los lectores, una especie de reporterismo participativo que, al tiempo que recupera alguna de las buenas tradiciones del oficio, anuncia la creación de un nuevo género, ya definido por los teóricos de la comunicación como información conversacional. De los millones de blogueros activos solo una minoría puede verse encuadrada en la militancia de esa especialidad, en la que el papel del periodista como intermediario entre la realidad y los usuarios de los medios se ve sustituido por el de agitador o promotor de las insinuaciones y deliberaciones ajenas. No cabe la menor duda de que gracias a eso hay ahora a disposición del público una gran cantidad de información que de otro modo nunca hubiera visto la luz. Desde ese punto de vista los blogs, al igual que el denominado periodismo ciudadano, constituyen un aporte al desarrollo de la democracia participativa, aunque en muchos aspectos está por descubrir qué cosa sea ésta. El mundo de la comunicación en general, y el de la prensa escrita en particular, mientras continúe siendo analógico, seguirá comportándose como causa y consecuencia a la vez de los sistemas de representación política. Los periódicos son en muchos aspectos un producto tan antiguo, o tan joven, como la democracia representativa, pertenecen a su propio entramado, y participan de su mismo destino. Ni periodistas ni gobernantes son muchas veces conscientes de esta realidad, obsesionados como estamos los primeros por exhibir nuestra independencia, y los políticos por instrumentarla. Pero aun cuando la prensa presuma constantemente de estar fuera de palacio lo cierto es que, en las más de las ocasiones, sus páginas sirven para empapelar los pasillos de la corte. No obstante, las cosas están cambiando. El impacto digital en los medios y el desarrollo de la red han provocado que ahora resulte cada vez más difícil discernir entre el centro y los arrabales de la ciudad política. La ausencia de jerarquías y la confusión pertenecen también a la nueva cultura digital, cuyo caos frecuente desafía el perfil piramidal de nuestras sociedades. Estos son efectos que tienen que ver con la globalización tal y como se viene produciendo; a los que nos hemos de acostumbrar, y de los que debemos aprender. Los frutos tempranos de la información conversacional no son todavía muy jugosos, pero ya han tenido ocasión de transmitir un sabor amargo. El mes de mayo pasado (p.ej.) las acciones de Apple cayeron en picado en bolsa cuando el blog Engadget anunció un retraso en el lanzamiento del último cacharro de moda entre los adolescentes: el I-phone, una mezcla de teléfono y reproductor de música. La noticia, que en la versión bloguera ya no se llama así, sino clip, era falsa y había sido filtrada por unos hackers que se hicieron pasar por empleados de la compañía atacada. Estos hackers nos provocan hace tiempo más de un dolor de cabeza, entre los que no es menor el de la transliteración de su nombre al castellano. Acostumbramos a llamarlos piratas informáticos, pero la piratería es otra cosa y, en el caso que comentamos, los bucaneros no abordaron el barco para llevarse nada de él, sino para depositar un regalo, por envenenado que estuviera. La anécdota pone de relieve una vez más que derechos y valores reconocidos en nuestro ordenamiento legal y en nuestro comportamiento social tienden a desvanecerse en la sociedad de la información. La propiedad y la intimidad cotizan a la baja. Twitter es una red social que permite comunicar al instante a cientos de miles de sus componentes algo tan sencillo como la respuesta a esta cuestión: ¿qué estás haciendo ahora? Por estúpido que parezca, y lo parece mucho, las contestaciones hacen furor. El inventor del sistema, que permite al usuario integrarse plenamente en la red desde el más sencillo de los teléfonos celulares, ya revolucionó en su día las herramientas de publicación que se utilizan en la blogosfera. Parece que lleva el mismo camino en lo que se refiere a la construcción de redes sociales en Internet. Se puede seguir la vida de una persona, desde que se levanta hasta que se acuesta, solo a base del envío de mensajes instantáneos y fotografías del individuo en cuestión. Una empresa de California invita a los cibernautas a filmar su vida cotidiana y emitirla en directo: la telerrealidad personal es un hecho que ha dejado pequeño al Gran Hermano. En sus primeras dos semanas creó 18.000 horas de video y atrajo a 500.000 visitantes. Cabe preguntarse por la vigencia de la célebre frase de Celine: "Todo lo que es interesante ocurre en la sombra. No se sabe nada de la verdadera vida de los hombres."
Podemos interrogarnos también sobre el futuro de los neologismos que desde la red nos invaden, algunos de los cuales han sido reiterados hasta la saciedad. Chatear hoy es estar conectado a un chat , pero para las gentes de mi edad significaba tomar unas copas de vino, o chatos, en cualquier taberna. Dentro de poco, si las aplicaciones que he comentado progresan, podremos "twitearnos", o "tuitearnos", siendo el tuiteo algo bien diferente a llamar de tu a nuestro interlocutor. Pero en ambos casos dichos vocablos sirven para designar actitudes parecidas: formas de relación interpersonales, signos de comunicación con los otros.
Señor presidente del gobierno, señoras y señores académicos:
Utilizamos las palabras para designar la realidad, pero también nos son útiles a la hora de transformarla. Nuestras vidas se verán sensiblemente cambiadas según incorporemos a nuestro vocabulario, y a nuestro comportamiento, términos como los que aquí hemos venido glosando. La sociedad de la información está revolucionando profundamente la cotidianeidad de las gentes. Asistimos, quizá de manera no muy consciente, al nacimiento de una verdadera nueva civilización. Ni un solo rincón de nuestra historia futura va a dejar de verse afectado por el sunami del mundo digital. La cultura y sus formas de transmisión evolucionan aceleradamente y el impacto de las nuevas tecnologías en la conformación del idioma y en la elaboración del pensamiento debe ser motivo de especial atención por parte de autoridades y responsables sociales. Hoy celebramos la incorporación de nuestra eñe, nuestros grafismos y signos, singulares señas de identidad del castellano, al universo de Internet. Como toda revolución, la que ha venido a implantar la sociedad digital, encarna riesgos, genera víctimas y produce abusos, pero es sobre todo una gran oportunidad de progreso, una promesa de mejora para la vida y la felicidad de los ciudadanos. Lo es, desde luego, también para la comunidad hispanohablante, a cuyas necesidades responde la implantación del dominio punto es. Hoy todo el conocimiento existente en el mundo está en la red, al alcance de cuantos posean la tecnología adecuada y la formación pertinente para acceder a ella. El desarrollo y el bienestar de los pueblos, la universalización de la cultura, dependen en gran medida de cuán sensibles seamos, por incomprensibles que a veces parezcan, a las novedades del milenio. Su presencia aquí, señor presidente, junto a los responsables de su gobierno en lo que concierne al desarrollo de la sociedad de la información, pone de relieve su compromiso personal e institucional a la hora de enfrentar tamaño desafío. En esta hora del mundo, en que el mundo se convierte en una inmensa y a veces caótica conversación, gracias por venir a compartir el ritual en este ya venerable templo de la palabra.