Máximas ineludibles en el Arbitraje Ético: reflexiones a propósito de los principios de independencia e imparcialidad.
Temario. I. Introducción. 1. La imparcialidad e independencia en tanto principios. 2. Tendencia a definir lo inefable. 3. La dicotomía del ser y el deber ser: problemática en torno al árbitro de parte. 4. El deber de revelar la amistad. 5. Comentarios finales: la autocomplacencia del árbitro moral.
"Es prpreferible mil veces un juez que sea honesto a uno que sepa derecho". Carnelutti
Luis Miguel Arce Barboza(1).
Hace muchísimos años se erigía un Palacio de Justicia que emanaba poder. Su imponente construcción, cuyo estilo neoclásico desprendía un mensaje de libertad y democracia, iba de la mano en forma proporcional con el prestigio de la Institución que vestía. Tal cualidad descansaba en la esperanza firme que tenían sus usuarios por hallar justicia, pues si algo engrandece a una institución estatal es ciertamente la confianza del pueblo. Luego, con el transcurrir del tiempo, dicha percepción se transforma, poco a poco, hacia una menos feliz (2).
En la actualidad, varias encuestas reflejan lo antedicho. Entre estas, la encuesta de Apoyo, Opinión y Mercado para el diario El Comercio, efectuada a nivel nacional entre el 13 y 15 de septiembre de 2006. Ante la pregunta, "¿Cree usted que el poder Judicial es confiable, poco confiable o nada confiable?", respondieron que confían, el 2% de los entrevistados; que confían algo, el 7%; que confían poco, el 32%; que no confían, el 57%; no precisaron, 2%.
En tal sentido, no es inocente atender constantemente al descontento popular contra el mismo, lo que se manifiesta, entre otras cosas, en la falta de interés de los pocos excelsos abogados por formar parte de la Institución o de los perpetuos gritos políticos por reformarla.
Sin duda, la demanda de justicia permanecerá presente en tanto sigamos viviendo en sociedad. Ante esa carencia, se asoma la oferta del arbitraje, la cual, enmarcada de una jurisdicción especial atribuida por la Constitución, persigue la misma demanda que para muchos el Poder Judicial no puede satisfacer, otorgándole a las propias partes, grosso modo, la particular posibilidad de imponer ciertas reglas, así como de escoger al propio árbitro que resolverá la contienda.
Así, desde que uno tiene la posibilidad de escoger a su árbitro -o por lo menos, delegar tal facultad a un tercero- existe una plena confianza en el profesional que impartirá justicia; naturalmente, el usuario del servicio escogerá a la persona cuya experiencia ostente conocimientos jurídicos para el caso en concreto y, aun más importante, moral. Cabe resaltar, con ello, que la responsabilidad de un potencial juicio justo recae en las voluntades y en los medios que asuman las propias partes
He allí una gran virtud. Pues dado que legalmente está presente la opción del Arbitraje, ya no es necesario que los varios desconfiados del Poder Judicial se queden paralizados bajo la espera interminable de una nueva reforma, cuyo sentido les devuelva la confianza en la ética de los jueces. En la medida que lo anterior se conozca con mayor difusión, estamos convencidos de que la susodicha Institución, cuya práctica es aún incipiente en el Perú, encontrará un sinfín de usuarios (3).
La ética que se persigue en este sistema privado de justicia es básicamente la misma. Los deberes de independencia e imparcialidad de los llamados a resolver la contienda son los presupuestos, conocidos también bajo el nombre de principios, que dan cuerpo a todo juicio justo. El análisis de estas máximas y algunas reflexiones que a nuestro parecer se suscitan al abordar la exhaustiva Doctrina sobre las mismas, representan la materia de estudio al que se abocará el presente artículo.
1. La independencia e imparcialidad en tanto principios.
La ética del Arbitraje en el mundo descansa sobre dos principios: la independencia y la imparcialidad. Ambos principios se encuentran acogidos en las más recientes Directrices de la Internacional Bar Association y en la Ley Modelo UNCITRAL (United Nations Commision on International Internacional Trade Law).
Estas máximas son las que subyacen a la función jurisdiccional, por lo que quien pretenda ejercerla tendrá que constreñirse a las mismas, de modo que se respete aquello que reza el artículo 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y el Artículo 6 del Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, referente al derecho a ser juzgado por un tribunal "independiente e imparcial".
"Los términos de "independencia" e "imparcialidad" no aparecen expresamente reflejados en todas las modernas legislaciones nacionales sobre arbitraje. En Francia, por ejemplo dichos términos no aparecen explícitamente en la ley, aunque sí han sido reconocidos por la jurisprudencia como cualidades esenciales de la función arbitral. En otros países, los términos de "independencia" e "imparcialidad" sí aparecen expresamente recogidos en la legislación arbitral; como es el caso, por ejemplo, de Alemania, Bélgica, Holanda, Brasil, Turquía, Finlandia, Guatemala, Grecia, Egipto, Japón y España. En otros casos, como el inglés o el sueco, la Ley sólo se refiere expresamente al requisito de la imparcialidad" (4).
Sin embargo, por su calidad de "principios", es innecesario que se encuentren recogidos en alguna norma. Así, por ampararse en tal envestidura, corresponde preguntarnos cuál es la naturaleza jurídica de la expresión "principios".Al respecto, ni el lenguaje del legislador, ni en los jueces, ni en la teoría del Derecho, existe un empleo uniforme del mismo.
Marcelo López Mesa y Carlos Rigel Videl señalan que los principios generales del Derecho son verdades jurídicas notorias, indubitables, de carácter general, elaboradas o seleccionadas por la ciencia del Derecho (5). Castillo Freyre comenta que los principios generales reúnen tres características, a saber: no admiten excepciones, abarcan una generalidad de situaciones y son la base de una pirámide que no acepta una idea aun más amplia (6).
Asimismo, Diez Picazo afirma que los principios generales del Derecho no son simples ideas, verdades o criterios. Son normas jurídicas que tienen un carácter básico en la organización del grupo humano y que revelan de modo espontáneo el sistema de convicciones en que reposa esta organización del grupo social (7).
Por ello, es indiferente que se hallen expresamente formuladas o que tengan su arraigo en la conciencia social y, si están formuladas, es también indiferente el rango del texto que las ha recogido: simplemente son exigibles. Y no podía ser de otra manera. A verdad de Perogrullo, resultaría un contrasentido hablar de impartir justicia cuando no se es imparcial e independiente frente a las partes.
2. Tendencia a definir lo inefable.
Existe una gran discusión doctrinaria a propósito de la definición de los principios en cuestión. "Frecuentemente se ha entendido que la "independencia"es un concepto objetivo, apreciable a partir de las relaciones del árbitro con las partes, mientras que la "imparcialidad" apunta más a una actitud o un estado mental del árbitro, necesariamente subjetivo, frente a la controversia que se plantea" (8).
Muchos trabajos sobre este mismo tema escudriñan escrupulosamente sobre las diferentes definiciones que la muy dividida doctrina plantea. En otras palabras, algunos pretenden inmiscuirse en dicha investigación a fin de desentrañar las palabras cuyos significados calcen fielmente en la "naturaleza" de dichos principios y, acto seguido, cuando piensan falazmente que lo consiguieron, acometen en imponerlos como suerte de dogmas. Cuestión que, en nuestra opinión, resulta prescindible.
Y es que no es posible asumir la existencia de definiciones universales para palabras tan inmensas y abstractas de carácter deontológico. La justicia en la función jurisdiccional lleva como correlato los conceptos de independencia e imparcialidad. Definir "justicia", "independencia" o "imparcialidad" supone, todas estas palabras por igual, la misma ambigüedad y subjetividad. Cada persona es capaz de entenderlas a su modo, simplemente saben inefables cuando se intenta acertar en conceptos que agraden a todos.
3. La dicotomía del ser y el deber ser: problemática en torno al árbitro de parte.
Los denominados "árbitros neutrales" son los designados por las partes de común acuerdo o por terceros; en cambio, los "árbitros de parte" son los elegidos por alguna de las partes involucradas en el conflicto. A partir de lo cual, cierta parte de la Doctrina sugiere que estos últimos, en tanto escogidos por ellas, generan cierta parcialidad para con su parte, ergo, no se les puede exigir la misma rigidez en cuanto a los deberes de imparcialidad e independencia que son, en cambio, de ineludible conducta para quien actué en calidad de Presidente del Tribunal Arbitral.
Siguiendo este derrotero, Cantuarias y Aramburú sospechan que la parte interesada tratará de averiguar la opinión del potencial árbitro a propósito del caso. La parte, en caso de no sentirse cómoda, buscará a otro a quien designar (9). Naturalmente, la parte, atendiendo a su posibilidad de elección, perseguirá maximizar su beneficio. Con ello, no parecería extraño, que ambos se vean eventualmente tentados a coludirse.
En tal medida, "
nadie, con un mínimo de honestidad intelectual, podrá negar que en la mayoría de casos, las partes designan a "su" árbitro habiendo entablado contactos previos para analizar la conveniencia o no de tal designación. Es más, en gran parte de esos casos, lo que sucede es que las partes buscan "ganar" un representante en el colegiado arbitral
" (10).
Esta concepción revela una realidad en donde los "árbitros de parte" menoscaban manifiestamente la Ley General de Arbitraje, la cual exige que todos los árbitros deban de cumplir estos postulados por igual (11). Por ello, se considera que lo mejor sería reconocer en la norma distintos parámetros morales en función a la forma en que han sido designados.
"
porque lo contrario podría significar que se recusen absurdamente a los árbitros y se impugnen y anulen los laudos arbitrales por supuestas parcialidades de personas que en la práctica, desde el mismo momento en que fueron propuestas y nombradas como árbitros, no eran neutrales" (12). En este sentido, Latorre señala con énfasis que "es necesario tomar alguna medida que sincere el funcionamiento del arbitraje y no lo llene de postulados que, en la práctica, no se cumplen" (13).
Definitivamente, no compartimos la mencionada opinión. Cuando las partes escogen llevar su controversia a un tribunal lo hacen, tradicionalmente, por creer que una decisión colegiada, a diferencia del juicio de una sola persona, es susceptible de menos errores. Pero, si dos árbitros se encuentran parcializados para con sus respectivas partes, y de antemano se sabe que solo una persona será la que se encargue de resolver el conflicto, resulta un sinsentido escoger por este sistema de tres árbitros.
En efecto, apostar por una legislación que relativice la imparcialidad y la independencia es a todas luces ineficiente. No tiene propósito que se incurra en mayores costos designando a árbitros que en la realidad no lo son, si es que, finalmente, la responsabilidad recae en el tercer árbitro. Lo racional, entonces, es designar a uno, de modo que se reduzcan los costos de transacción y, con ello, se aumente la eficiencia.
Además, conceptuamos que dicha denominación no debería mellar en lo más mínimo la libertad del árbitro, quien debe mantener siempre su libertad de juicio en la decisión. De lo contrario, incurriríamos en el riesgo de que un tercero llamado a resolver la contienda pueda degenerarse en un abogado de parte, lo cual desnaturalizaría la figura del árbitro en tanto impartidor de justicia.
El hecho de que el ser no se ajuste al deber ser no necesariamente supone cambiar a este último. Y aun cuando la realidad sea esquiva, los principios básicos de la función jurisdiccional no deben ser trastocados, incluso cuando parezcan inverosímiles de cumplirse: solo a la luz de estos postulados absolutos es que se puede cuestionar y cambiar la realidad y, a la par, los mismos, en tanto ideales que parecen inalcanzables, garantizan un constante progreso, pues siempre se estará encaminado a una máxima que no contempla límites.
Por tanto, la legislación, en este aspecto, no debería cambiar.
4. El deber de revelar la amistad.
El deber de información se presenta como un mecanismo que ayuda a la observancia de los principios de independencia e imparcialidad. Dicha obligación se manifiesta en las declaraciones que deben presentar los árbitros acerca de sus posibles conflictos de interés que pudieran afectar su independencia o imparcialidad. En tal sentido, existe un doble propósito: por un lado, garantizar la independencia e imparcialidad y, de otro lado, blindar al proceso de recusaciones futuras que guarden relación con los mismos principios (14).
De hecho, no basta con que el árbitro se consideré a sí mismo o simplemente se declare independiente e imparcial, sino que es necesario que aquel manifieste cualquier circunstancia que pueda dar lugar a dudas justificadas sobre su imparcialidad o independencia (15).
Así, diversas leyes en el mundo buscan detallar una serie de supuestos de silencio, antes o durante el proceso, que supongan la recusación al implicar ese silencio una duda razonable sobre la imparcialidad o independencia. Hacer exégesis de todos estos supuestos, desborda el objeto del presente artículo; empero, analizaremos uno en particular, este es, el segundo deber de revelación del numeral 5.3 del Código de Ética de la Cámara de Comercio de Lima, motivados por dos razones: primero, por ser el reglamento del que se desprende la señalada norma de bastante difusión en nuestro país; y segundo, porque dicha norma resulta controvertida en nuestro medio. La cual señala, a saber:
"(
) b) El tener relación de amistad íntima o frecuencia en el trato con alguna de las partes, sus abogados, asesores (
)".
Es incuestionable decir, como lo hace la norma, que la amistad predisponga al árbitro para con su amigo, que es parte del proceso. En ello no radica la discusión. Distinto es el de la relación de amistad o trato frecuente con algunos de los representantes, abogados o asesores de alguna de las partes del proceso. Lo que sucede es que, tal como se señaló en la introducción, el Arbitraje en el Perú es por el momento muy restringido; por eso, quienes operan en él, al parecer pocos, generan naturalmente amistad, o, en todo caso, son muy propensos a los tratos frecuentes.
"De ahí que quienes actúan en él no sólo tienen un trato frecuente, sino que desarrollan amistades poderosas, de donde no es difícil hallar que en un proceso arbitral, todos los actores, con la probable excepción de las partes, o se hayan tratado frecuentemente o sean amigos entre sí. (
) Ello hace que no tenga mayor sentido declarar algo que tiene probabilidad estadística elevada de ocurrir y que es parte de la realidad del arbitraje. (
) Por lo demás, la sospecha de falta de imparcialidad que pudiera sugerir la amistad intima o el trato frecuente entre árbitros, abogados, representantes o asesores de alguna de las partes, no se funda en sólidas razones.(
)En lo que atañe a este extremo de la norma, creemos que el Código de Ética de la Cámara ha reglamentado de espaldas a la realidad"(16).
Nos encontramos en desacuerdo. De hecho, la realidad es más compleja que caricaturizar a los operadores del arbitraje en el Perú cual circulo entrañable de amigos. Seamos claros en algo: solo desde que la realidad arroje una sola excepción a la referida impresión -cosa que, por una intuición incluso estadística, ocurre-, es que dicha norma encuentra razón de ser, puesto que si tal supuesto hipotético existiese ante la ausencia del deber en cuestión, es natural que, al mellarse la imparcialidad en algún sentido, la igualdad de las partes se quebrante, de lo que se desprende la importancia y necesidad del reseñado deber.
La norma debe ser leída con criterio de razonabilidad y ser analizada para cada caso en concreto. Por ejemplo: imaginemos que todos los abogados involucrados con un proceso arbitral conocieran al árbitro en un mismo grado de cercanía, digamos "tratos frecuentes", se disolvería con ello la probabilidad de parcialidad y, consecuentemente, no habría necesidad de revelar tal situación; caso contrario, si es que el arbitro guarda mayor relación con alguno de los abogados de parte, por ser este un intimo amigo y aquel un conocido, entonces, en la medida de que ello pueda levantar suspicacias y generar dudas justificadas, le generaría al arbitro el deber de revelarlo.
Es evidente: toda persona se complace con el bienestar de sus seres queridos, entre ellos, lo amigos, y, entre los tipos de bienestar, por ejemplo, el profesional. A nuestro juicio, insistimos en que nos parece una obviedad el que el árbitro se pueda ver tentado a predisponerse para con su amigo, representante de alguna parte. En fin.
5. Comentarios finales: la autocomplacencia del árbitro moral.
Veamos el siguiente caso. Dos sospechosos son detenidos en cercanías del lugar de un crimen y la policía comienza aplicar las técnicas de interrogatorio por separado. Cada uno de ellos tiene la posibilidad de elegir entre confesar acusando a su compañero, o de no hacerlo. Si ninguno de ellos confiesa, entonces ambos pasarán un año en prisión acusados de cargar un arma sin autorización. Si ambos confiesan y se acusan mutuamente, los dos irán a prisión por diez años cada uno; pero si sólo uno confiesa y acusa a su compañero, en consecuencia, el implicado será condenado a veinte años y, en cambio, el acusador saldrá libre en el acto por colaborar con la policía.
Este juego, conocido como el "dilema del prisionero", se manifiesta como el punto de partida de análisis del novel en Economía de 1994, John Forbes Nash. Siguiendo su lógica, se explica que los incentivos planteados por los carceleros son altamente propensos de llevar a cada prisionero a escoger traicionar al otro, pero curiosamente ambos jugadores obtendrían un resultado mejor si colaborasen. Desafortunadamente, cada prisionero está incentivado individualmente para defraudar al otro, incluso tras prometerle colaborar. Este es el punto clave del dilema: cada prisionero persigue maximizar su propio beneficio pero, en vista de la desconfianza mutua, apuestan su suerte por la elección que individualmente sea más beneficiosa. Es con esta misma alegoría que se explica el incumplimiento de grandes contratos entre inmensas transnacionales, generando perdidas innecesaria, lo cual ha resultado ser materia de análisis de diversa tesis de corte económico (17).
De allí que la confianza es un valor altamente importante en las relaciones humanas, incluyendo la económica, por cuanto sin ellas esas interrelaciones aumentarían sus costos, haciéndose excesivamente onerosas. Así, en medio de la frialdad de la sociedad del despilfarro, surge una nueva revaloración de la dimensión ética, de la confianza. De este modo, los profesionales que despierten esa cualidad en otros llevan insito un alto valor agregado.
Y el arbitraje no es una excepción dentro de las muchas formas de relaciones humanas y sociales, por lo que resulta de especial importancia los cumplimientos de los principios éticos que lo enmarcan. Ciertamente, en un análisis costo beneficio inmediato, el hecho de coludirse con alguna de las partes en calidad de arbitro es aparentemente racional. Sin embargo, los riesgos de que dicha situación se revele hacen que tal decisión sea muy arriesgada, sino absurda, pues en cuyo caso el coste supone -más aun en un medio como este, en donde, insisto, el círculo de los que operan en el Arbitraje es tan restringido- una especie de estigma inmoral. Con ello, es mucho muy probable, que nunca más se sea designado.
Solo cuando el perfil de árbitro ético se sostenga incólume es que se podrá seguir escalando en el mercado, lo cual, a largo plazo, es extremadamente provechoso. En otras palabras, no escoger por el fraude es un costo de oportunidad que conlleva a ser revalorado día a día, como un profesional en demanda. Por lo tanto, no es dable incurrir en lo ilícito, pues aun cuando no se tengan los deberes inmanentes en la personalidad, no hacerlo implica autocomplacencia, pues es evidente que los beneficios, producto del cumplimiento de tales principios, resultan ser una inversión que apunta a aspiraciones altas.
Notas.
Bibliografía.
1. ALONSO, José María. La independencia e imparcialidad de los árbitros. En: Revista Peruana de Arbitraje. Lima, Grijley. 2006, Segunda Edición.
3. CASTILLO FREYRE, Mario y Ricardo VÁSQUEZ KUNSE. El juicio privado: la verdadera reforma de la justicia. Lima, Palestra Editores S.A.C. 2006.
7. POSNER, Richard A. El análisis económico del Derecho. México DF, Fondo de Cultura Económica.1998.