La Organización Mundial de Comercio (OMC) declaró que las bandas de precios que protegen a los productos agrícolas tradicionales de la competencia mundial son incompatibles con los acuerdos de comercio internacional. Su fallo cuyo contenido se esperaba es inapelable, y con él culmina una serie de reveses chilenos ante la OMC en esta materia.
El Gobierno debe ahora encontrar otro mecanismo para proteger la agricultura tradicional, pues no hacerlo parece políticamente inviable. Se plantea, como alternativa, aplicar un arancel fijo y permanente a estos productos. Chile tiene un arancel uniforme de seis por ciento para todos sus productos, pero su arancel consolidado es decir, el máximo acordado con la OMC es mucho mayor, alcanzando a 31,5 por ciento para el trigo y la harina de trigo, y a 98 por ciento para el azúcar. Esto permitiría fijar los aranceles efectivamente aplicados hasta en ese nivel.
Pero elevarlos en forma permanente por sobre el seis por ciento violaría la uniformidad de los aranceles efectivos aplicables a importaciones. En la práctica, tal uniformidad no existe, por los acuerdos comerciales, que los reducen para las importaciones provenientes de los países signatarios, así como por las propias bandas de precios, que funcionaron como un arancel bastante más elevado que el seis por ciento para estos productos.
Los problemas de la agricultura tradicional son de larga data, ya que las bandas de precios fueron inauguradas en 1986, y desde entonces han protegido al sector. Esto lo ha ayudado a sobrevivir, pero también ha mantenido la producción en predios que no eran suficientemente productivos para competir con éxito no artificial, y que han necesitado subsidios permanentes. Los productores eficientes, en tanto, reciben un ingreso o renta adicional, pagado por los demás chilenos, debido a una protección que no es estrictamente necesaria para ellos.
Así, las bandas retrasan el ajuste necesario en el agro, que, de hacerse, llevaría a desplazar tierras marginales para los cultivos tradicionales hacia otros usos, tales como forestales, praderas ganaderas mejoradas o nuevos productos exportables. En todo caso, como casi todos los sectores productivos, el agro el de exportación y aquel que sustituye importaciones sufre debido al bajo valor del dólar, que reduce la competitividad de nuestras exportaciones, al tiempo que aumenta las importaciones. Se trata de una forma de la "enfermedad holandesa", como consecuencia del alza en el precio del cobre.
No es fácil manejar la política económica en esas condiciones, pues un aumento en el gasto, sumamente tentador cuando abundan los recursos, tiende a elevar el precio de los productos no transables y a hacer menos competitivos a los transables. Esto castiga a los exportadores y a las empresas que compiten con importaciones. Una posibilidad sería expandir los programas de conversión de la agricultura tradicional, financiando el uso de fertilizante en praderas ganaderas, así como aquellos que generan un ingreso estable a los pequeños agricultores que plantan bosques.
Como gran parte de la industria nacional, el agro sufre, asimismo, por el alza en el precio de la energía. Más aún, la fruticultura de exportación se queja de que, al aumentar el período de punta del sector eléctrico, aunque eso se justifique técnicamente, eleva de modo drástico los costos de las procesadoras en el momento álgido de la poscosecha. En síntesis, el agro enfrenta una serie de dificultades que se potencian recíprocamente. Se requiere, pues, un enfoque global que considere el conjunto de la economía.