EDUARDO MORAGA VÁSQUEZ
Acomienzos de los 80, las opciones de Paul Pontallier eran tomar un fusil o partir a hacer clases al otro lado del mundo. Por ese entonces, el servicio militar era obligatorio en Francia. Incluso para un joven como Pontallier, que recién había obtenido un doctorado en enología en la Universidad de Burdeos, con una de las primeras investigaciones científicas sobre el efecto de las barricas en el vino.
La única opción para evitar arrastrarse debajo de alambres de púas era dedicar un año a hacer trabajo social en Francia o en países en vías de desarrollo. Pontallier tomó la segunda alternativa. Junto a su esposa y libros partió a un lugar que desde hacía años alimentaba su imaginación: Chile.
Tal como muchas generaciones de enólogos franceses, Pontalier había escuchado de sus profesores la misma historia. Atrapado entre el Océano Pacífico y la Cordillera de los Andes, había un país que era un paraíso para la producción de uvas viníferas. La filoxera brillaba por su ausencia y las cosechas se realizaban sin lluvias.
Además, los ires y venires de política chilena en la última década habían capturado la atención de toda Francia. "Entré a estudiar agronomía el 11 de septiembre de 1973. Todavía me acuerdo de la conmoción en la universidad. Por eso, pero sobre todo por el potencial enológico, el país me generaba una gran curiosidad", explica Pontallier.
Gracias a los contactos de sus profesores en Burdeos, logró un cupo para hacer clases durante 1981 en la Facultad de Agronomía en el Universidad Católica. Ahí no tardó en hacerse amigo de Felipe de Solminihac, profesor de la Católica y antiguo becario en Burdeos, y, en la práctica, anfitrión oficial de cada viñatero francés que venía a Chile.
Pontallier se dio el tiempo para recorrer viñas de todo el país. Y confirmó eso de que Chile era un paraíso. De hecho, quedó tan encantado, que comenzó a acariciar una idea: instalar una viña en este lado del mundo.
Sin embargo, su vuelta a Francia le traería una sorpresa. Philippe Barré, enólogo de Château Margaux, uno de los escasísimos Premier Grand Cru de Burdeos, anunció su retiro. Corinne Mentzelopoulos, la joven heredera de la viña, quería contratar a un reemplazante que fuera de una edad similar a ella. Bruno Prats, propietario del reputado Château Cos d'Estournel, le recomendó a Paul Pontallier, que había realizado parte de su investigación doctoral en la cava de la viña. La propuesta se aceptó y en 1983 Pontallier ingresó al Olimpo del vino mundial.
Los tres mosqueteros de Peñalolén
A pesar de su ascenso laboral, Chile seguía en la cabeza de Pontallier, que encontró en Bruno Prats a un compañero de inquietudes. Prats, en su tiempo de estudiante de agronomía en los años sesenta, también había escuchado de Jean Branas, una de las eminencias en viticultura, de la situación privilegiada de Chile. Bruno Prats, que sí había hecho el servicio militar, pero como encargado de las compras de vino para el ejército francés, decidió visitar el país a comienzos de los ochenta. Nuevamente, el anfitrión fue Felipe de Solminihac.
A mediados de los ochenta, Prats y Pontallier comenzaron a planificar su propia viña en Chile. La primera decisión fue incluir a Felipe de Solminihac, que por ese entonces trabajaba como enólogo de Cousiño Macul, como el "tercer mosquetero", pues creían vital tener una contraparte local.
Los viajes a Chile de los franceses se multiplicaron en la última mitad de los ochenta. "Provenimos de una cultura centrada en el vino como expresión del terroir. Queríamos comprender la realidad chilena y descubrir dónde podíamos encontrar un lugar que nos entregara la elegancia que nos gusta en los vinos", explica Paul Pontallier.
Luego de probar la colección de vinos antiguos de Cousiño Macul, provenientes de sus históricos viñedos de Peñalolén, quedaron prendados de la zona. En 1990 se les abrió una oportunidad de oro: comprar 18 hectáreas, a unos cientos de metros más arriba de las parras de Cousiño Macul. Por ese tiempo, Santiago todavía no extendía sus tentáculos sobre el sector.
Plantaron las primeras vides en 1991, apuntando al cabernet sauvignon y merlot; o lo que entonces se pensaba era merlot. Tras una visita a la viña de Jean Michel Boursiquot, profesor de la Universidad de Montpellier, y después de su investigación quedó claro que la cepa era realmente carménère, una de las grandes variedades francesas antes del ataque de la filoxera, en el siglo XIX.
En 1996, por primera vez sacaron al mercado una botella de viña Aquitania, como denominaron los tres socios a su proyecto. Se trató de Paul Bruno, nombrado así por los dos socios franceses. Lo seguirían Lazuli, su vino ícono, y Aquitania en 2002.
En Chile son conocidos por pocos, pues su destino principal ha sido la exportación.
"Lo que nos gusta es hacer vinos que se beban con facilidad y que encuentres elegancia. El objetivo es provocarle placer al consumidor y que se termine la botella. No nos interesa hacer un monstruo de vino que gane concursos, pero que después de dos copas lo dejes a un lado", explica Felipe de Solminihac.
Cable a tierra
Por esos días se estableció el modus operandi de la viña. Cada año, a comienzos de enero, los socios de reúnen en Chile para hacer las mezclas finales de los vinos de la vendimia anterior y tomar las decisiones administrativas para la marcha de Aquitania.
Ni las largas horas de vuelo, ni estar inmersos en la créme de la créme de la industria vitivinícola francesa, mellaron el interés de Pontallier y Prats en el proyecto. Apelando a chilenismos, se refieren a él como su "capilla", versus su trabajo en el Viejo Continente que es la "catedral".
Si bien llegaron atraídos por las condiciones naturales del país, Aquitania se transformó en un aporte importante para sus vidas profesionales.
"Château Margaux es algo mágico. Sin embargo, es una torre de marfil. Te encuentras encerrado en un lugar precioso, pero no lo puedes tocar, hay reglas para todo. No puedes sentirte libre, estás totalmente dominado por la personalidad del lugar. Al lado de eso, Chile me dio libertad intelectual al poder experimentar y equivocarme. También me ayudó a poner los pies en la tierra. En Margaux puedes perder el sentido común, pues recibes miles de personas que vienen a felicitarte, a decirte que eres el mejor. Eso es ridículo", afirma Paul Pontallier.
Como la botella de Château Margaux se transa en más de $800 mil, como ocurre con la vendimia 2005, vaya que se necesita un cable a tierra.
Pioneros en el sur
En 2002 ocurre un cambio importante en Aquitania, pues se une un cuarto mosquetero: Ghislain de Montgolfier. El nuevo socio no tiene nada que envidiarles a los otros en cuanto a pedigrí viñatero. Además de ser cabeza de Bollinger, su viña familiar y marca top de champagne, es presidente de los empresarios de la región de Champagne. Y por si eso no bastara, su familia ha estado en el negocio del vino desde el siglo XV.
De Montgolfier estaba al tanto de la aventura de Bruno Prats en Chile, después de todo eran amigos desde que compartieron las aulas del colegio jesuita Sainte Geneviève en Versailles. Además tenía razones de sobra para estar interesado en un proyecto en este lado del mundo. A fines de los sesenta, igual como Paul Pontallier, viajó a hacer su servicio social a Chile en el área agrícola.
"Viví años muy bonitos de mi juventud acá junto a mi esposa. Mi amor por el país es tan grande que quería entrar por la puerta o la ventana a un proyecto en Chile", explica Ghislain de Montgolfier.
Junto con la llegada de De Montgolfier, Aquitania lanza, por primera vez en la historia moderna del vino chileno, una línea de vino premium al sur del río Biobío: el chardonnay Sol de Sol. El lugar elegido para producirlo fue el campo de Alberto Levy, suegro de De Solminihac, en Traiguén. Rápidamente, la etiqueta llama la atención y se posiciona con un valor inusual para un vino blanco chileno: cerca de 17 mil pesos la botella.
Amigos de mantener la viña a una escala que ellos denominan "humana" hoy producen sólo 15.000 cajas, están a la espera de lanzar el pinot noir proveniente de Traiguén. Pero no tienen apuro, si bien creen que el vino que hoy tienen en las barricas es bueno, esperarán hasta fines de año para definir si lo exportarán o sólo lo comercializan en la tienda de la viña.
"A los pinot los conozco muy bien, pues son la base de Bollinger. Creo que el terroir de Traiguén es excepcional, estamos en presencia de un vino realmente bueno, delicado. Lo que queremos es partir muy arriba en términos de calidad y que sea distinto del resto del mundo, típico de la zona de Chile en que está. Aunque nuestro proyecto es chico, si algo nos gustaría aportar es que hay que hacer vinos con expresión de terroir. Si eso no ocurre, la industria chilena va a estar frita cuando salgan competidores con menores costos, como Argentina", afirma Ghislain de Montgolfier.
Estos franceses sí que quieren hacer su revolución en Chile.
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Rodrigo González Fernández
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