Las palabras del título -perdón por lo vulgares- creo que simbolizan una parte, la menos brillante, de mi vida.
Cuando tenía quince años empecé a trabajar como correctora en un recién fundado diario de provincia (Diarios zonales y barriales); su cierre, al poco tiempo, hizo que yo comenzara a utilizar a menudo esos dos vocablos nada mágicos, ya que podría haber alguien casualmente en el lugar donde los pronunciaba que conocía a alguien que conocía a alguien
que buscaba trabajador (Relaciones laborales).
Ciertamente fue el modo con el que conseguí varias veces empleo, pero decir esto es casi una confesión, es como repetir aquel famoso chiste que reza que "no hay nadie más experimentado que yo en dejar de fumar; lo hice más de cien veces" (No fumar frente al espejo).
No soy torpe ni fea pero sí puede decirse que "cuando nací/un ángel negro/de esos que viven en la sombra/me dijo:/anda, Mora,/a ser zurda en la vida" -el verso es de C. Drummond de Andrade, el poeta brasileño, y donde en mi cita dice mi nombre, en el original dice "Carlos" (Literatura universal).
Sí, cuando nací un ángel negro me puso un ramillete de flores raras en la mano izquierda.
Pesa sobre mí algo fantasmal, no ortodoxo, a veces agradable, otras gracioso, otras ridículo, por lo que no suelen darme el empleo, o por lo que si me lo dan dura muy poco o es un trabajo muy bizarro.
Además, ¡siempre voy a caer a sitios tan desesperantemente extraños!
Les contaré el comienzo de un caso, que tengo escrito ya como novela; y si algún malicioso cree descubrir que lo saqué de El Palacio de la Luna, de Paul Auden, me anticipo a responderle que a ese libro lo leí después de que esto sucedió, que el parecido es pura casualidad y que -esto los dejará sin argumentos- tengo testigos y papeles y firmas de abogados (Ética profesional: el honor perdido).
Los puercoespines ateridos
Al principio no vi con claridad la letra del diario hasta repasar el aviso por segunda vez; también sobre mis ojos había una leve porción de la niebla circundante que me arranqué con un retorcimiento de los párpados después del primer anticipo de lectura. Quizás era algo que estaba en mi cabeza, o en mi alma, lo que me impedía ver bien en el momento -la desesperanza podría haber sido-, pero se transmitía a lo físico y trababa mis gestos habituales como si constantemente me estuviesen haciendo zancadillas.
Leí: Perfecto castellano, manejo de Macintosh (MAC, PC, Evolución del computador), y llamé por teléfono al número que se ofrecía; me atendió una mujer. Dije: "Soy escritora, gané algunos premios -para certificar mi idoneidad-. Tengo hasta un libro publicado, y distintas notas periodísticas". Pero mi frase clave fue "yo trabajé en varios diarios como correctora". "Varios diarios", supongo, no "correctora", actuó de abracadabra, porque la mujer repitió "varios diarios" obsesivamente.
No fue la señora con la que había hablado por teléfono sino un anciano quien me abrió la puerta hacia una sala más larga que ancha, pero tampoco demasiado larga. Un enorme sillón capitoné, en cuero marrón, estilo comité de barrio, una computadora con su pequeña mesa y su banquito y un escritorio grande al final de la sala eran el mobiliario. Él se sentó detrás del escritorio, mirando hacia la puerta; yo frente a él. Yo cargaba con todo lo que se puede acumular en veinte años de labor literaria, desconocida, por supuesto. También con notas publicadas en semanarios de turismo y un comentario de libros en el diario.
-No hable, por favor, espéreme. Déme sus notas -dijo el viejo señor con voz que era de otro mundo.
Leyó con lentitud; yo observaba su cara llena de malhumor cuando de vez en cuando erguía la cabeza para emitir algún gruñido; tenía el pelo largo, muy despeinado y bastante sucio, que parecía salirle de las orejas, y no estaba vestido con moñito en lugar de corbata, pero daba toda esa impresión.
Esperé en un reverente silencio dedicado a los crueles dioses del trabajo. Imaginé sin mucha seguridad a Hércules sin saber bien por qué, no era erudita en mitologías.
-Ahora páseme su libro de poemas dijo el hombre después de unos 45 minutos.
Su rostro contrariado no varió, pero leyó pausadamente uno a uno los ochenta poemas. Pasó una hora más. Levantó la cabeza. Preguntó: "¿usted cree en el diablo?". Y yo, desprevenida, le aseguré que sí. Me preguntó también: "¿puede empezar mañana a trabajar conmigo?".
Mañana era domingo. Le contesté que sí otra vez. El diablo y el domingo no eran ningún inconveniente.
Pero el hombre todavía tenía algo que pedirme. Me entregó un papel.
-Es un cuento que no logro escribir, ¿puede hacerlo por mí? No es necesario que lo traiga mañana mismo
Al salir no sabía de qué iba a tratarse mi trabajo ni tampoco qué sueldo cobraría. Estaba, sin embargo, feliz. Pagaría las deudas, mi hija continuaría en la facultad; pese a todo, me estremecía con suavidad cuando pensaba en mi empleador.
A veces, como ahora, cuando iba caminando por la vereda muy pensativa, muy introvertida, de pronto me daba cuenta de que delante de mí algo se estremecía de repente; alguien, que caminaba delante, en mi misma dirección, me transmitía un estremecimiento. Seguro, por algún motivo, esa persona pensaba que yo la estaba siguiendo. Y ahora, cuando debía doblar, también doblaba la persona; yo en esos momentos decidía seguir otro camino. Pero esta vez, quizá por la suplementaria fuerza que me otorgaba haber conseguido, tan sorpresivamente, el empleo, y también porque algo me decía que mi sospecha era infundada, que nadie sospechaba de mí, seguí, doblé, fui hacia la parada del mismo colectivo que la persona, en este caso una señora algo mayor, con un extraño rodete sostenido por una hebilla color oro. En la cola, breve, el rodete de la señora se retorcía delante de mí, casi se deshacía por el viento. Para ella, que no me había mirado; yo podía muy bien ser alguien sospechoso. Tenía además en mis manos el papel que me entregó mi empleador con el encargo de escribir un cuento, y no lograba alejarme de su lectura, casi como disimulando. Finalmente, me enfrasqué en el papel. La señora desapareció, y junto con ella todos los aspirantes a viajar en el colectivo 109. En un segundo todo se había vaciado, yo era la primera de la fila para tomar el próximo 109, y las letras de una escritura algo confusa bailaban ante mí.
Magdalena, mi hija, lo leyó también, y aunque estaba contenta por mi éxito, algo empezaba a contener su alegría. Le parecía poco claro lo que su madre trataba de explicarle, y menos claro todavía el encargo de la escritura de un cuento que, ella estaba segura, ya existía, perfectamente existía, en alguna parte. Esto último también giraba por mi cabeza, el cuento ya había sido escrito, ya había sido leído por mí en alguna parte; todavía no sabía si era bueno, estaba claro, porque lo del argumento era casual, con cualquier cosa se podría escribir algo bueno o algo malo. Pero hasta el título, "La invicta", me parecía ya impreso, ya impreso alguna vez en mis párpados, en mis ojos sorprendidos, ¿se habrían sorprendido
mis ojos al leerlo por primera vez? ¿De quién sería el cuento que yo, seguramente, estaba previsto que superara, como prueba?
Paseé la mirada por la fila de libros de mi dormitorio, por la del dormitorio de Magdalena; no encontraba apoyo en ninguna letra, en ningún nombre, y estaba segura ahora que la prueba consistía en escribir el cuento de la manera más parecida posible a su -lo sospechaba- archifamoso original.
A las diez de la mañana del domingo (era además 1º de mayo) yo estaba allí de nuevo. El hombre parecía menos duro, más confiado y, quizá, menos viejo, aunque su voz seguía siendo un murmullo ronco.
-Lo que tengo es un cáncer de garganta, fui operado hace un mes dijo para explicar ese murmullo, mientras prendía otro cigarrillo-. Soy Samuel Dujar (y pronunció su apellido como si fuera francés, algo así como "Diyá"); soy escritor y periodista.
Yo repití "periodista" por casualidad y casi en silencio, pero él escuchó. Yo sólo estaba tratando de adivinar cuál sería mi tarea y me topé con la acritud del hombre con asombro.
-Claro que soy periodista se endureció; dudaba, era evidente, de serlo- Trabajé en el Times Life de Brasil
viví en Brasil muchos años ¿sabe? ¡y odio la literatura! exclamó intempestivamente, con susurrante voz de criminal en sala de tortura, confesando un crimen real, pero confesándolo sólo por el maltrato-. La literatura, como dice mi madre, fue mi perdición. Y mi madre es muy sabia, no solamente porque tiene noventa años. Pero en realidad ya no leo nada, sólo escribo, y muy poco.
-¿Pero es escritor y periodista? ataqué, un poco resentida
-De eso se trata.
Y esta fue la primera vez, y una de las pocas en total, en que la cara se le iluminó con un reflejo muy humano.
-He escrito
-conjugó ceremoniosamente- he escrito una novela.
-¡Maravilloso! -exclamé entusiasmada, ya que no puedo menos que admirar a cualquiera que haya escrito una novela; yo misma me considero poeta, y narradora en ocasiones, pero de cuentos. El trajín agotador de una novela no es para mí; me parece que los que lo cumplen deben hacer el mismo esfuerzo que el que se necesita para construir una catedral; otros, al menos una casa, y que todos son dignos de elogio, aun los peores novelistas. Mi entusiasmo, sin embargo, no fue bien recibido.
-¿Por qué "maravilloso"? Puede ser mala.
Le expliqué mis especulaciones arquitectónicas.
-¿Y de qué serviría si fuera mala? ¿Si fuera, según sus metáforas, una casa inhabitable?
-De ejercicio arriesgué con timidez.
Se rió; no, no se río. Pero, aunque no lo recuerdo muy bien, estoy segura de que desplegó algún ampuloso gesto de ironía acompañado de palabras reconvinientes. Algo así como que advirtiera lo que ocasiona la falta de capacidad, los edificios que se caen, etcétera, y todo por ejercitarse.
-¿Y por qué escribió entonces una novela? -pregunté.
Esta pregunta quiso ser atajada por mí en el acto, antes de brotar, pero no lo logré y la expresé en voz alta; lo único que conseguí fue morderme de verdad la lengua, de costado, al terminarla, justo en el punto donde cierra el signo de interrogación. Pero parecía que para Samuel su novela estaba fuera o más allá de la literatura; para usar su verbo preferido, no se ofuscó al oír la pregunta. Tampoco contestó en forma directa.
-Es una novela policial. Está completa, pero deseo reescribirla. Por eso en el aviso se exigía saber computación.
-Perfecto castellano y computación, que en realidad es sólo saber manejar el procesador de palabras dije-. ¿Por qué va a reescribirla?
-Perfecto castellano en cuanto a que escriba absolutamente sin errores, no piense que va a tener que reescribir la novela -contestó.
Yo todavía no sabía cuánto iba a ganar sencillamente porque sucedía que no tenía ocasión de preguntarlo, o porque quizá me parecía irrespetuosa la consulta visto los aires de gran escritor desconocido casi kafkiano que iba adquiriendo Samuel. Tampoco sabía mi horario efectivo de trabajo, porque Samuel me había explicado que muchas veces iba a necesitarme por la noche. Ignoraba por último, no, no tan último, por qué motivos reescribiría él su novela. Esto, sin embargo, me lo reveló al llegar el tercer día, cuando aún no habíamos empezado a trabajar en nada:
-Quiero agregarle un personaje.
-¿Cambia el asesino?
-Tal vez dudó, con un resplandor en los ojos.
Creí entender que se le acababa de ocurrir que el nuevo personaje podría también ser el que cometiera el crimen. Era vampiro de cualquier idea, en especial desatinada.
-¿El nuevo personaje es hombre o es mujer? -pregunté, sin saber nada en absoluto de la trama ni del argumento.
-Es un gato, pero un gato blanco, un gato blanquísimo subrayó- sin mancha. Aunque no importaría que tuviera alguna en realidad en esto pareció leer el pensamiento de su empleada-. Lo importante es que sea un gato más o menos blanco. A propósito, ¿le gustan los gatos?
-Tengo una gata negra, se llama Octavia Gutiérrez le respondí.
Cuando yo decía el nombre de mi gata, todos me preguntaban de dónde había salido el apellido, que no era el mío ni el de nadie cercano. Samuel fue el primero que tomó con naturalidad que la gatita tuviera su propio apellido con nombre de mujer.
-¿Sabe que el otro día me hicieron el juego de a quién salvaría yo si pudiera salvar a sólo dos personas? Me costó decidirlo, y después me di cuenta de que tendría que responder "a nadie". Salí del paso diciendo que quería en realidad tanto a mis gatos que salvaría a dos de ellos, lo que es verdad, pero sería terrible tener que elegir.
-¿Tiene dos gatos? -fue la pregunta menos inteligente, porque se adivinaba en aquella elección una respuesta parecida a la que dio Samuel:
-No, ocho. Bueno, si le gustan los gatos podemos empezar a trabajar mañana por la noche.
O me estaba sugestionando demasiado o había algo un poco felino en la persona de Samuel, pero no sensual. Con el tiempo descubrí que mi nariz había pensado antes que yo; era probablemente el olor a gatos amontonados en su departamento de dos ambientes lo que me hacía ser tan intuitiva. Sin embargo, al poco tiempo descubrí que no eran ocho sino siete los gatos que tenía Samuel, que el número equivocado que brindaba se refería o bien a una antigua mascota que había muerto en Brasil o al micifuz extraño que introduciría en la novela.
-¿A qué hora de la noche? -se me ocurrió preguntarle cuando me despedía.
-A veces a la madrugada yo trabajo mejor
Podríamos empezar como a las dos, ¿o tiene inconvenientes?
El gato blanco
La novela de "mi patrón" iba a llamarse El gato blanco, y del modo como lo relaté más arriba empezó una historia que duró dos años y tuvo detalles humorísticos, escalofriantes, increíbles, esquizoparanoicos -¿me ayudan con los adjetivos?- más un juicio laboral final, que perdí; ¿no es poco, no?
Envío
Este trabajo está dedicado a jorgerv y su asombro de estar vivo y a quienes con él se asombraron y alegraron. También a Gloria, que ha reaparecido en el blog.
Y a quienes hablan como en oleaje, van y vienen por el blog, suben y bajan la marea de sus voces, tanto que a veces me parece estar leyendo la mejor traducción de Las olas, de Virginia Woolf (La agentividad sexual de las mujeres, una asignatura pendiente en el proceso de igualdad), o estar parada frente al mar (El Derecho del Mar).
Mora Torres