SI LA deontología es la ética aplicada a la actividad profesional, cualquier cavilación sobre cuestiones relacionadas con una determinada tarea humana es en el fondo un juicio sobre el modo de ser moral de las diferentes actividades que conforman la vida de los hombres, algo que desde Tales de Mileto hasta Jürgen Habermas, pasando por Kant y Hegel, ha ocupado la atención de grandes filósofos.
Viene este prologuillo de andar por casa a cuento del acuerdo adoptado el pasado 14 de los corrientes por la Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) de elaborar un Código Ético para la Carrera Judicial con el objetivo, según la nota de prensa facilitada, de «orientar» a los jueces españoles «sobre su comportamiento profesional atendiendo a lo que la sociedad demanda del colectivo (...) e invita a realizar una reflexión conjunta sobre los principios y valores que deben guiar su actuación (...)».
Declaro que nunca he sido partidario de la entomología judicial -léase clasificaciónde jueces según interesadas inexactitudes-, ni nunca, tampoco, he creído demasiado en los catálogos de reglas de conductas dedicados a sus señorías, como los que hoy proliferan. Ahí están, por ejemplo, los Principios Básicos de Naciones Unidas sobre la Independencia de la Judicatura (1985), el Código de Conducta Judicial de la Corte Suprema del Estado de Washington, USA (1995), los Principios de Bangalore (India) sobre la Conducta Judicial (2002) o, por citar lo más reciente, la Resolución sobre Ética Judicial del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (2008). Es más, yo mismo, hace ahora cuatro años, intenté ensayar una especie de decálogo judicial que con el título de Código judicial o recetario del oficio de juzgar -EL MUNDO del 13/04/2010- dediqué «a una magistrada de cuerpo entero», hoy miembro del Tribunal Supremo.
Si aceptamos que el ser humano es juez por naturaleza, lo que significa que el sentimiento de justicia existe en la conciencia de cualquier persona de bien, que Themis, la diosa de la Justicia, se nos presenta con los ojos vendados, sosteniendo en la mano izquierda una balanza con el fiel perfectamente equilibrado y en la derecha una espada bien templada y que una buena justicia es, en su mayor parte, el fruto del trabajo de los jueces, entonces podríamos preguntarnos: ¿cuáles son las claves del oficio de juzgar? O, si se prefiere, ¿cuál sería el modelo de juez?
Hubo un tiempo en el que la figura del juez aparecía como algo misterioso. También en otros ámbitos, pero especialmente en la judicatura se daban ciertos tabúes, sin duda propios de una sociedad que, en gran parte, se alimentaba de símbolos. Tan era así que al juez se le adornaba con las cualidades más preciadas y no porque en realidad las reuniera, sino porque la gente se movía por el deseo de respetar a sus jueces, a los que necesitaba llenos de virtudes. Hoy, la realidad es bien distinta y de aquella mitificación del juez se ha pasado, casi bruscamente, a una especie de demonización, hasta el extremo de que es muy probable que nos encontremos ahora ante un enigma muy difícil de descifrar. De pensar que la sentencia de un juez era una especie de criatura traída por una cigüeña legal, se ha llegado a considerar el trabajo del juez como la obra de un personaje adjetivado -sea político, ético o social- que desvirtúa sufunción al ser invadido -a veces con gustoso beneplácito- por órbitas ajenas.
El juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos Oliver Holmes, famoso por sus votos particulares, dijo que el tipo ideal de juez estaba entre Ariel, Prometeo y Júpiter, con algunos aspectos de Mefistófeles. Yo no soy capaz de hacer un perfil tan completo y complejo, pero tengo el convencimiento de que en el oficio de juez no es fácil reunir juntas la tres virtudes cardinales de prudencia, justicia y fortaleza -quizá hay una cuarta, llamada templanza-, lo mismo que entiendo que no hay un recetario válido de lo que sea la ética judicial. Sin embargo, si se me requiriera para hacerlo, diría que un gran juez es alguien con una mentalidad flexible, que rechaza ser intimidado por el poder, es clemente por los menesterosos y posee capacidad para vivir con las contradicciones de la vida y para separar lo permanente de lo transitorio. Esto es lo que llamaría un sólido temperamento judicial. Por eso son hojas perennes algunas páginas tan memorables como las que pueden leerse en Las Partidas (P. II, T. 4) cuando hablan de que «jueces... tanto quiere decir como hombres buenos que son puestos a mandar y hacer Derecho» o las que escribió Juan Luis Vives en el Templo de las leyes, al decir que han de ser los jueces «personajes graves, intachables, incorruptos, severos, no impresionables por la lisonja, austeros, templados, prudentes, que ni el favor doble, ni ningún temor humano intimide. No dejarán influirse ni del odio, ni de la amistad ni del enojo, ni de la sensiblería; no padecerán de dineritis ni consentirán que se les ataque con lanzas de plata».
Dicho lo cual, para mí que el CGPJ lo que podría hacer es elaborar un breviario de bienintencionados «consejos» -quizá nunca mejor puestas las comillas- que nada tuviera que ver con el estatuto del juez ni con el régimen de incompatibilidades y prohibiciones contemplado en la Ley Orgánica del Poder Judicial. Y así, tras un par de breves «considerandos» de un tenor parecido a que el juez debe ser leal a España, constituida en un Estado social y democrático de Derecho y que en el ejercicio de sus funciones no hay autoridad de control sobre él, excepto cuando un tribunal superior revisa sus decisiones mediante los recursos pertinentes, podría hacer una serie de recomendaciones como éstas que siguen:
SE RECOMIENDA que no tema el juez a nadie, ni por nadie se deje influenciar en el cumplimiento de su tarea.
SE RECOMIENDA que trate el juez a las partes por igual, no sea descortés con ninguna de ellas, mantenga las apariencias de neutralidad y juzgue sin prejuicios.
SE RECOMIENDA que en sus actuaciones y decisiones no haga el juez comentarios hirientes u ofensivos contra persona alguna, sea física o jurídica.
SE RECOMIENDA que hable sólo el juez a través de sentencias y otras resoluciones y que no acepte ser entrevistado, ni tampoco facilite información a los medios de comunicación, salvo las que se hagan a través de las oficinas de prensa de los tribunales.
SE RECOMIENDA que sea cauto el juez en sus relaciones sociales y tenga en cuenta cómo se verían las que tenga con determinados profesionales del derecho, sean individuales o colectivos.
SE RECOMIENDA que no utilice el juez su título en circunstancias susceptibles de interpretarse como intención de lograr un trato preferencial.
SE RECOMIENDA que no acepte el juez invitaciones a participar de forma gratuita en eventos, sean deportivos o de otra índole, que son de pago, a excepción de los casos en que el organizador es un miembro de la familia o se le invite al margen de su condición de juez.
SE RECOMIENDA (...) El lector bien podrá suponer que las exhortaciones que se me ocurren son muchas más de las que aquí expongo y que he intentado reducir. Únicamente me falta rogar que no se me juzgue por sugerirlas, sino por las dudas que a algunos destinatarios podrían suscitar.
Es arte difícil el de administrar justicia y sé bien por qué digo esto. A estas alturas de mi vida profesional, después de bastantes trienios judiciales y no judiciales, o sea, unos procurando administrar justicia y otros suplicando de otros que la impartan para los demás, ignoro si los jueces aciertan plenamente en eso de ser justos, pero lo que sí puedo asegurar es que la intención y mejor deseo de la práctica totalidad de los jueces de este país es dar a cada uno lo suyo.
Lo he dicho no pocas veces. El escalafón de la carrera judicial es un conjunto de gente que maneja la ley como herramienta para ser justos con el prójimo. Me consta que son muchos los jueces que a menudo se presentan en cueros ante sí mismos y bucean, hasta donde la contenida respiración les permite, en el torbellino de las razones y sinrazones de su conciencia. Recuérdese a Séneca cuando en sus Tratados Filosóficos afirmaba: «Hermosa costumbre la de hacer cada día un examen de todas nuestras acciones. ¡Qué tranquila se nos queda el alma cuando ha recibido su parte de elogio o de censura, siendo censor ella misma que, contra sí misma, informa secretamente!».
Para tener buenos jueces no necesitamos superhombres -ni supermujeres- a loNietschze, sino nada más, pero nada menos, que sólo hombres -sólo mujeres-, parafraseando a Unamuno. Doy por seguro que quien me lea, entenderá lo que digo.
OTROSÍ dedicado a don Elpidio Silva Pacheco y a quien le defienda: Sea el jurista medido en las palabras, justificado en lo que dice, actúe con ciencia y conciencia en el examen de los pleitos ajenos y propios y no tenga gestos esperpénticos, pues mucho daño hacen estos rasgos en su crédito.
Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia.