Uno conoció la Alemania dividida, cuando Bonn era la pequeña capital de un país alicortado y con ganas de hacerse perdonar los errores y crímenes pasados. Una Alemania, que, en lugar de buscar subterfugios, como hicieron muchos austriacos, asumía plenamente la responsabilidad de lo sucedido bajo un líder iluminado que había llegado al poder a través de las urnas y provocado un incendio europeo.
Era aquélla una Alemania con referentes morales entre los intelectuales como los novelistas Thomas Mann, Heinrich Böll o Günter Grass, en la que un canciller, el socialdemócrata Willy Brandt, se arrodillaba en el gueto de Varsovia en un simbólico gesto de pedir perdón por las atrocidades cometidas por sus compatriotas, o el cristianodemócrata Helmut Kohl se dejaba fotografiar cogido de la mano del presidente socialista francés Francois Mitterrand en el cementerio de Verdún. Una Alemania en la que la amistad con Francia, con Polonia y otros pueblos europeos se consideraba una obligación moral por parte de quien había causado tanto sufrimiento.
Vino luego la unificación del país para satisfacción de quienes nunca creyeron en la división europea por motivos ideológicos, pero también ante el temor, hay que decirlo, de algunos líderes europeos que no habían olvidado la pasada tragedia e incluso de ciertos intelectuales germanos que temieron que en el país finalmente unificado volviera a resurgir la arrogancia y la prepotencia de los viejos tiempos.
La apacible capital junto al Rin, casi en el extremo occidental del país, cerca de las fronteras de Francia, Bélgica, Holanda o Luxemburgo, una ciudad universitaria por la que daba gusto pasear en bicicleta, fue sustituida por el nuevo y vibrante Berlín, la gran metrópoli de Prusia, próxima a la frontera polaca y expuesta en los inviernos a los crudos vientos siberianos.
Y, tras unos años de relativa tranquilidad en la que Alemania estuvo sobre todo preocupada de asimilar económicamente su costosísima unificación, al águila germana volvieron a crecerle las alas. Y de nuevo tenemos al país central de Europa ejerciendo su dominio sobre el continente, aunque esta vez afortunadamente no con cascos y botas , sino por el simple poderío económico, fruto, justo es reconocerlo, de la laboriosidad, la inventiva y también el espíritu de sacrificio de ese pueblo.
Y he aquí que Alemania, a la que todos habíamos vuelto a admirar por su capacidad de resurgir de las cenizas gracias a su enorme capacidad de trabajo y al esfuerzo colectivo, vuelve a convertirse en la pesadilla de muchos europeos y en especial los del Sur. Pero también de todos cuantos confían en la estabilidad europea como uno delos factores de la prosperidad de Occidente. Véase, por ejemplo, la inquietud que muestra últimamente el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, que ve su relección condicionada en buena parte a que no se agudice todavía más la crisis europea por las consecuencias económicas que ello tendría para su país.
Se habla mucho del temor histórico que inspira a los alemanes, a sus gobernantes y al Bundesbank, un rebrote de la inflación, que en los años veinte devoró los ahorros de millones. Pero ¿han olvidado lo que representó en su momento en la Alemania de Weimar un desempleo desbocado como el que amenaza ahora a los pueblos mediterráneos ?
Quisiéramos ver a la actual Alemania con cerca ya de seis millones de parados, con uno de cada dos jóvenes sin trabajo y sin perspectivas de encontrarlo, obligados muchos de ellos a emigrar a otros países que sabrán aprovechar sin duda un talento que tanto nos beneficiaría aquí , de poder quedarse.
Y lejos de expresar admiración por la paciencia con la que un pueblo como el español aguanta con auténtico estoicismo una situación que en Alemania sería sin duda explosiva, la opinión pública germana nos trata, al igual que a otros mediterráneos, como perezosos y corruptos que solo piensan en llevarse sus ahorros para seguir gastándolo alegremente.
Es cierto que de corrupción y despilfarro sabemos aquí desgraciadamente mucho, tal vez demasiado. Sobre todo por culpa de políticos y banqueros irresponsables que permitieron, entre otras cosas, que un sector inmobiliario totalmente desbocado sirviera para la especulación y el fácil lucro gracias a unos créditos baratos y concedidos sin las mínimas garantías. Estamos pagando ahora las consecuencias y debemos ser los primeros en reconocer nuestra parte de responsabilidad como ciudadanos, y exigir también responsabilidades a quienes lo propiciaron o toleraron.
Pero no pueden pagar justos por pecadores. No se puede castigar a un pueblo colectivamente. No se hizo tampoco con los alemanes después de la tremenda desgracia que infligieron a Europa.
Lo reconoce, por ejemplo, la eurodiputada "verde" alemana Franziska Brantner, que critica la prepotente frase de Merkel de que no habrá eurobonos mientras ella viva, o el llamamiento que ha hecho un grupo de economistas alemanes según el cual "los contribuyentes, los pensionistas y ahorradores de los países todavía sólidos de Europa no pueden responsabilizarse" de las deudas ajenas.
Y ¿qué decir de los medios de comunicación germanos? "En las páginas económicas se habla de los eurobones como si fueran obra del diablo, escribe la eurodiputada en el último número del semanario "Die Zeit". Y agrega: Casi todos los medios "están de acuerdo en apoyar a la canciller en su papel de ama de casa de Suabia". Los Adenauer, los Brandt, los Schmidt, los Kohl estaban hechos de otra pasta.