La civilización del globalismo urbano
Los sucesos más significativos se nos escapan -casi por definición- en el mismo instante en que los vivimos. Esta incapacidad para reparar en la gran Historia cuando estamos sumergidos en ella está simbolizada en la literatura francesa por el famoso episodio de Fabrice en Waterloo, en 1815. Stendhal describe al héroe de Rojo y negro atrapado en pleno tumulto de una batalla cuya importancia no puede comprender, ni tampoco lo que está en juego en ella; de hecho, en Waterloo, Fabrice no podía anticipar ni el desenlace ni el significado de este combate incomprensible para los combatientes. Evidentemente, hasta después de Waterloo, no se supo que el Imperio francés desapareció allí ni que el mapa de Europa había quedado redibujado para el siglo siguiente.
Es posible que en nuestros días la mediatización general de los sucesos más ínfimos nos confiera la facultad de ver mejor, o al menos, de verlo todo. Pero eso no mejora necesariamente nuestra comprensión de la historia ni nuestra facultad para prever. Por tanto, ha sido un poco por azar que yo haya reparado en el acontecimiento que, a mi juicio, ha sido el más significativo del año 2007, y que es el siguiente: según nos cuentan los estadísticos del Banco Mundial, por primera vez en la historia de la humanidad, los habitantes de las ciudades han superado en número a los del campo; una información que ha pasado extraordinariamente desapercibida, apenas señalada por los medios. Y sin embargo, me parece que este umbral simbólico representa una metamorfosis esencial en la historia de las civilizaciones.
Desde el origen de los tiempos hasta 2007, las ciudades a escala planetaria no eran más que islotes que se mantenían a flote en la superficie del mundo rural, igual que unos esquifes frágiles y asediados. La relación se ha invertido, y ciertamente lo ha hecho de manera definitiva. El movimiento de la urbanización se acelera incluso, porque las ciudades se perciben precisamente como el lugar de la libertad individual y del enriquecimiento económico. De toda la vida, nos trasladábamos a las ciudades para escapar de la pobreza y de las obligaciones sociales. La aceleración del crecimiento económico mundial, del orden del 5 por ciento en 2007 -una cifra sin precedentes-, y la generalización de los comportamientos individualistas bajo la influencia de los medios de masas, ofrecen desde entonces a casi todos los habitantes del planeta la tentación y la posibilidad de urbanizarse. Esta mutación es más que simbólica: al pasar del campo a la ciudad, cambiamos de mundo. Todos los aspectos de la civilización resultan afectados, independientemente de que uno se alegre de ello o lo deplore.
De este modo, la vida familiar se ve trastornada: de la familia ampliada se pasa a la familia limitada a los padres e hijos; la diferencia entre las generaciones se hace más profunda, el sentimiento comunitario se evapora. La relación con el trabajo cambia por completo: del ritmo de las estaciones, se pasa al que dictan los relojes y los ordenadores. La vida religiosa, colectiva y manifiesta en el campo, en las ciudades se simplifica hasta el extremo, se interioriza y, a fin de cuentas, se disipa. Las convicciones ideológicas también evolucionan; el campo es espontáneamente más conservador, las ciudades propician las inclinaciones liberales o progresistas que coinciden con el nuevo individualismo y las condiciones objetivas de la economía industrial. La economía, de manera general, se acelera por el hecho mismo de la urbanización: la productividad de las ciudades siempre será superior a la de las zonas rurales. También progresa el nivel educativo, el de los conocimientos y el de la información.
¿Se vuelve más pacífico el mundo urbanizado, de crecimiento más rápido, más fundado en el conocimiento y en la innovación? Sin duda. Los grandes conflictos de antaño eran las guerras de campesinos que defendían duramente sus tierras; el ciudadano urbano, ciudadano de su ciudad al menos tanto como de su nación, parece menos belicoso: la geografía pierde su importancia, mientras que las afiliaciones diversas se multiplican. Por eso yo entiendo que el urbanita tiene múltiples identidades: ciudadano de París o de Madrid, de Francia o de España, pero también de Europa y del mundo, lo cual calma los comportamientos vindicativos, hasta cierto punto.
Esta urbanización repercute a su vez sobre el campo o sobre los que quedan en él: los campesinos, menos numerosos por alimentar a las ciudades, mayoritarias y carnívoras, se transforman en empresarios agrícolas, mientras que la agricultura familiar de subsistencia desaparece progresivamente.
Me cuidaré bien de poner esta comprobación de las enseñanzas filosóficas por encima de la felicidad: ¿somos más felices en las ciudades que en el campo? Sin duda, con la urbanización se pasa de una «alienación» a otra. Todo depende también de cómo definamos la felicidad.
En el mundo de los economistas, reacios a toda medida subjetiva, en general se entiende por felicidad el aumento de la libertad de elección. Según este rasero, obviamente discutible pero relativamente cuantificable, la urbanización, al aumentar la libertad de acción, aporta algunas dichas suplementarias. Si la felicidad es, en parte, esperanza de vida, tampoco hay duda de que en la ciudad la vida dura más tiempo que en el campo.
En resumidas cuentas, urbanización y globalización son dos nociones que se confunden; la una refuerza a la otra. La globalización-urbanización en el año 2007 me parece que ha sido el punto sin retorno, y por tanto anuncia una nueva civilización, ya que las viejas creencias arraigan en la tierra y en el ritmo del campo.
La nueva civilización, en estado incipiente, pero probablemente universal, es sin duda alguna antinatural, una victoria del hombre sobre la naturaleza. En 2007, la naturaleza ha perdido; el que ha ganado aún no tiene nombre.
GUY SORMAN
Rodrigo González Fernández
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