"Limpieza ética" ha llamado la prensa de Brasil a la campaña contra la corrupción que promueve Dilma Rousseff. La Presidenta no está de acuerdo con esa denominación, pero sí con los objetivos: desde antes de asumir, en enero, era conocida por su inflexibilidad ante los actos corruptos que han enturbiado la política brasileña de los últimos 20 años, y en ocho meses de gestión ha preferido sacrificar a tres ministros de su gabinete y a decenas de funcionarios ante denuncias de supuestas anomalías, arriesgando incluso la estabilidad de su coalición gobernante.
Dilma está dando un buen ejemplo en una época en que la política en muchos países del mundo no destaca por perseguir las malas prácticas de quienes ocupan cargos públicos, lo que pone en juego no sólo la gobernabilidad, sino también la legitimidad de las instituciones democráticas. Ante una opinión pública cada vez más exigente con sus representantes, éstos deben responder y pasar el examen de probidad cada vez que las circunstancias lo requieran. Por eso, el hecho de que la Presidenta no vacilara cuando se denunció a su importante ministro jefe del Gabinete Civil, Antonio Palocci, por supuesto enriquecimiento ilícito, fue interpretado como una advertencia de que no tendría miramientos con quien quiera incurriese en una conducta similar. Así cayeron otros dos secretarios de Estado, y dos más están en la mira.
Probablemente esto tendrá costos para Rousseff. Incluso Lula hizo declaraciones. Sus aliados en la coalición están molestos porque varios acusados en distintos niveles pertenecen a alguno de esos partidos. Amenazan con obstaculizar en el Legislativo proyectos económicos cruciales, en especial los relativos al control de gasto público y la reforma tributaria. Sin embargo, Dilma está decidida a mantener la línea. En esto la apoya la opinión pública -que ha protestado en la calle contra la impunidad- y parte de los legisladores, que formaron un grupo transversal para respaldarla.
La indignación contra los corruptos también emerge en India, donde un activista de 73 años, Anna Hazare, usó la huelga de hambre como arma de presión para que el gobierno dicte una ley anticorrupción. En el caso indio, irritan a la opinión pública los sobornos que cualquier funcionario se siente con derecho a exigir para cualquier trámite, desde un certificado de nacimiento hasta la venta de un inmueble. El Premier Manmohan Singh -alcanzado en su gran prestigio por los efectos de este fenómeno- ya se comprometió a pedir la discusión en el Congreso tanto del proyecto de Hazare como el de su gobierno. La mayor democracia del mundo no puede darse el lujo de perder su legitimidad ante el pueblo, por no poner freno a ese delito.
Saludos
Rodrigo González Fernández
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